Saturday, 12 December 2015

La CIUDAD



Me gusta transitar por el centro de la ciudad donde las cosas son imperfectas y gritan a la vista con un sonido chillón y persistente.
De cuando en cuando una maraña de cables te hace voltear hacia arriba y se hace un pequeño silencio mientras ves un resquicio de cielo resguardado por el estoico edificio y un anuncio de letras tuertas que conoció mejores tiempos. 
Me encantan las misceláneas de abarrotes, abigarradas; con lustros de la virgen en tres dé pegadas tras el vidrio del mostrador, y en la pared un nicho diminuto con su veladora enmarcada por banderas del equipo de fut bol.

Las ópticas se repiten a cada cuadra, al igual que las sastrerías y los talleres de oficios igualmente repletos que los tendajones, pero éstos, de fierros y costras de óxido. 
Lo único que parece orgánico -sobretodo en los de reparaciones mecánicas- es una mujer que asoma su cuerpo voluptuoso por el calendario donde los números pasan a un segundo plano . 

Están también los personajes que rebotan del fondo al umbral de los locales como esas latas que traen una boa de alambre. Un momento antes no estaban y de pronto, una sonrisa magnificada te invita a pasar: "¿Qué va a llevar damita?." 
Hay perfumerías que imitan a las casas internacionales y en las cuales no falta la señorita de pestañas carbónicas que te quiere obsequiar una muestra mientras uno pretexta rebasar a alguien para torear el intento. Y aún así el aroma impregnado te acompaña durante un buen número de pasos.

Las panaderías son excepcionales, ostentan torres de pan dulce en espiral tras la vitrina y betunes desteñidos que se secaron como plástico resquebrajado al sol. 

Si uno tiene la fortuna de pasar por algún aparador de ortopedia podrá ver las ilustraciones de plástico resaltado del sistema nervioso o muscular y los torsos degollados con extremidades truncas que quizá Dalí curtió en sus lienzos como piel blanduzca en vitrolero. 

Dentro de este universo está el submundo conformado por las mercerías con más cosas de las que podrían caber. Las empleadas saben en dónde está cada cosa sin chistar; si acaso le preguntan a la vecina que parece estar más en control con sus uñas decoradas. 

La fealdad del centro me conmueve. Su retacería de imágenes me hace soñar despierta que soy directora del Neorrealismo.  Quiero anotarlo y retratarlo todo, aún sabiendo con una punzada de pena que este pez maloliente se escurre por mis dedos torpes.


        Calle de Mezquitán. Guadalajara, México